Durante la segunda mitad del siglo pasado las ciencias medioambientales, las ciencias sociales y las humanidades comenzaron a abrir sus campos de conocimiento ante una dificultad cada vez mayor para distinguir entre lo natural y lo artificial. En la actualidad, se ha forjado un cierto consenso en torno a la urgencia de entender el mundo del que participamos como una conformación híbrida, entrelazada, entre las sociedades humanas y el medio ambiente. Desde la geología incluso se identifica una nueva época, el antropoceno, en la que los humanos nos hemos incorporado definitivamente como una fuerza modeladora más de los ecosistemas terrestres. Del mismo modo, el término post-naturaleza se ha popularizado entre pensadores y artistas para referir una idea de naturaleza de la que somos del todo inseparables.1
Hace ahora veinte años, esta idea de entrelazamiento o ensamblaje entre naturaleza y cultura cristalizó en un instrumento político con el Convenio Europeo del Paisaje. Por vez primera al hablar de paisaje no se priorizó la biodiversidad de un parque natural sobre el valor sociocultural de un sitio industrial, o la conservación de la ciudad histórica sobre la cualificación de la periferia aún por construir. El Convenio apostó por un enfoque totalizante que dejó atrás cualquier jerarquía entre áreas en favor de una «política integral» capaz de abarcar en el continuum todo tipo de entornos.2 Esto supuso reconocer el paisaje como uno de los conceptos clave de la urbanidad contemporánea.
Para su justificación, el Convenio no se apoyó en premisas científicas, sino más bien en argumentos patrimoniales: identificó el paisaje como fundamento de la «identidad» de las comunidades y, en base a ello, defendió que estas deben ver plasmadas sus «aspiraciones» en él.3 Es decir, el Convenio proyectó la memoria y el sentido de pertenencia hacia el futuro, buscando favorecer la apropiación del paisaje por la colectividad: un proceso de patrimonialización dirigido a asumir responsabilidad y compromiso en procesos de los que, como humanos, formamos parte. Esto ha permitido reformular la política de paisaje como un conjunto de prácticas patrimoniales «para el cuidado y atención del pasado en el presente» y, en consecuencia, «dirigidas hacia la construcción de futuros».4
Tales hipótesis han impulsado la apertura de nuevas vías para la investigación científica, tecnológica y humanística, así como para las prácticas creativas, a las que ahora resulta ineludible operar en un estado de permanente conflicto «entre lo humano y lo no-humano».5 No exentos de controversia, los nuevos enfoques conectan el paisaje, en tanto patrimonio, con desafíos amplios de nuestro tiempo, como el cambio global climático y socioeconómico, los desequilibrios territoriales, la interconectividad digital, la calidad democrática, la pérdida de significación de los entornos urbanos o, últimamente, la salud pública. En este sentido, el foro Ensambles asume el reto lanzado por Bruno Latour cuando invita a cuestionar «qué significa ser moralmente responsables en el antropoceno» y trata de mirar hacia el futuro al problematizar el vínculo crítico entre paisaje y patrimonio.6