La política de paisaje conlleva acciones para ordenarlo o conservarlo, pero también para intervenir en él y transformarlo. La arquitectura de paisaje enfrenta esa tarea creativa atendiendo a demandas funcionales y experienciales. Para ello se sirve del proyectar, proceso en el que trata de integrar el conocimiento de las ciencias naturales, sociales y la tecnología. ¿Cómo crear paisajes tan sustentables en sus indicadores como significantes para la experiencia colectiva? ¿Cómo proyectar el paisaje futuro en un entorno siempre cambiante?
El arquitecto paisajista Peter Latz ha señalado que el término paisaje «siempre se refiere a una sociedad muy avanzada», pues está en la acción humana y desde él «se pueden desarrollar pensamientos más profundos y proyecciones futuras sobre el espacio habitado».1 Latz describe que en ese proceso «el espacio normalmente crece, las relaciones se hacen más complejas, los límites de cambio más estrechos y las decisiones se tornan más políticas». Precisamente ante la tarea de gestionar ese orden de complejidad que hoy caracteriza al planeta, Bruno Latour ha enunciado la noción tentativa de dingpolitik, o «política de las cosas», para señalar que lo relevante en el mundo global no es sólo lo que concierne directamente a los seres humanos, sino por igual lo que concierne a los no-humanos que, según argumenta, deben ser convocados, de un modo u otro, a una suerte de parlamento universal.2 O dicho en otros términos, que humanos y no-humanos deben estar involucrados como sujetos de derecho en la construcción del paisaje, si entendemos esa tarea creativa, justamente, como una tarea de ensamblaje.
Esbozado así, el proyecto de paisaje, en tanto mediación, nos invita a mantener una mirada inclusiva que atienda tanto a factores científicos y humanistas, como políticos o artísticos.3 Tal como ha identificado la intelectual y activista Charlene Spretnak, una de las cuestiones emergentes de nuestro tiempo ―que llama posmodernismo ecológico― es la recuperación de una dimensión más integral de nuestra existencia: «no necesitamos inventar una base de conexión, sino simplemente darnos cuenta de que existe».4 Para Spretnak, el mundo moderno insiste en una discontinuidad entre los seres humanos y el mundo natural, una discontinuidad que desde una mirada posmoderna debemos superar. En este sentido, la arquitectura de paisaje puede ser cada vez más importante en el desarrollo social y económico de un territorio que, desde una conexión más integral como la que demanda Spretnak, necesita ser transformado, reactivado y proyectado.
En síntesis, el paisaje se nos presenta en la actualidad como un conjunto de procesos que debemos pensar en términos programáticos, biológicos, culturales, históricos, económicos, etcétera. Ello, a su vez, lleva a reflexionar sobre cómo operar desde el proyecto con la diversidad de escalas de espacio y tiempo de los paisajes ―desde la calle a la ciudad, o desde la infraestructura a la región―. También a cuestionar si además de la cuantificación de recursos e indicadores hay otras formas de entender el proyecto ecológico ligadas al diseño de nuevos entornos con cualidades potencialmente valiosas. En definitiva, plantear cuáles pueden ser los nuevos conceptos, estrategias e instrumentos para afrontar los desafíos. Desde esta realidad, cabría preguntar si es pertinente redefinir el «proyecto de paisaje» como campo relacional entre medioambiente y sociedad, entre ciencia y cultura.