En las últimas décadas se ha dado gran protagonismo a la participación en las políticas de paisaje. Pero hoy sabemos que las acciones basadas sólo en interrogar a la población son insuficientes para estimular un sentimiento de apropiación a presente que juegue un papel de compromiso a futuro realmente decisivo. Además, teniendo en cuenta que los nexos entre lugar e identidad cambian a lo largo del tiempo, ¿cómo conjugar la percepción de la comunidad con el conocimiento experto sobre el pasado? ¿Quién y cómo debe decidir qué paisaje se considera digno de protección?
En 1881, el arquitecto y literato William Morris equiparó la arquitectura al paisaje antropizado: «[La arquitectura] representa el conjunto de las modificaciones y alteraciones introducidas en la superficie terrestre con objeto de satisfacer las necesidades humanas».1 Implícita quedaba la idea de que no existe paisaje sin comunidad: las sociedades humanas que han poblado los territorios a lo largo de la historia configuran los paisajes que habitan y le asignan significados, algunos de los cuales se reconocen en la actualidad como valores culturales.2 En el célebre libro Landscape of man de 1975, Geoffrey y Susan Jellicoe ya caracterizaron la conformación del entorno desde la prehistoria hasta nuestros días a través de modelos de interacción entre el medio físico y las cualidades culturales de diferentes sociedades humanas.3
La progresiva asimilación de esta idea ha cristalizado, por un lado, en catálogos de paisajes que asumen los elementos y procesos de la acción antrópica; es decir, que caracterizan los atributos culturales de los paisajes.4 Por otro, en aceptar que mantener los paisajes requiere la colaboración de las comunidades locales.5 Se comienza a tomar verdadera conciencia de que tenemos poco, cada vez menos, paisaje natural: «la naturaleza no existe», afirman algunos filósofos para advertir lo que ya intuía Morris cuando observaba que tan sólo el puro desierto permanece inalterado.6 Los paisajes resultan de cómo las distintas comunidades se han apropiado de las tierras que habitan y, por tanto, son las que mejor las conocen y protegen con su actividad. Es el compromiso implícito en ese «considerar como propio», lo que llevó a situar la identidad en la base conceptual del Convenio Europeo del Paisaje y la participación en el núcleo de su implementación.7
Pero la vinculación directa entre paisaje y comunidad se ve amenazada hoy por fenómenos como la despoblación de las áreas rurales, la tercerización de la economía, la obsolescencia de industrias e infraestructuras, la banalización del espacio urbano y, a veces, por las propias políticas de conservación. Ante la fuerza de estos fenómenos socioeconómicos, cabe preguntarse dónde reside la razón de ser de los procesos participativos.8 También interesa reflexionar sobre las ideas propias del concepto de comunidad que tienen las diferentes disciplinas. La conversación puede considerar cómo la sociedad y sus administraciones, trabajando de forma colaborativa, pueden comprometerse en un debate constante y enriquecido por acciones y experiencias, y fomentar una retroalimentación que facilite instrumentos eficaces para adaptar los paisajes a los cambios, conservar sus valores y legarlos a futuras comunidades.9